Biblioteca Popular José A. Guisasola




 Adolfo Bioy Casares

Creí, durante muchos años que la cara nos tocaba en suerte. Aun llegué a pensar que no había razón para que la cara de las personas inteligentes dejara ver, de algún modo, la inteligencia (porque supuse que trabajaba ésta silenciosamente, en lo profundo, sin alterar la superficie, como un remolino en aguas mansas). En cambio, me decía, las personas que precisan de toda su atención para entender las cosas más evidentes, sin duda imprimen a su cara, a través del prolongado esfuerzo mental, una expresión aguda o, por lo menos despierta. Con esta reflexión yo reconocía que la materia de que está hecha la cara es dócil al espíritu -para así llamarlo- que la anima. Hay tanto que aprender en este mundo que siempre algo se nos escapa.

Quiero decir que me llevó tiempo aprender lo que nadie ignora: que los locos tienen cara de locos; los genios, de genios; los idiotas, de idiotas…

Es verdad que un elemento de nuestra cara nos toca en suerte; el punto de partida, la base o fundamento nos llega por vía hereditaria; también es cierto que recibimos por herencia buena parte del resto de nuestra persona y que no invocamos la circunstancia para eludir responsabilidades.

En no recuerdo qué oportunidad un fotógrafo me dijo: "Usted no va a creerme, pero hay personas que no asumen la responsabilidad de su cara". Rápidamente resolví, por si acaso, asumir la responsabilidad de la que tengo, no sin preguntarme qué había de cierto en la pomposa formulación, recapacité: si influimos en la evolución de nuestra cara, en alguna medida somos responsables. Lo malo es que también en esa evolución colabora la decrepitud. Tal vez dependa de nosotros que la decrepitud se manifieste más o menos aviesa, imbécil, crapulosa, ávida.

Según mi experiencia, un no muy atento observador de su cara se identifica y al fin se conforma con la imagen frontal que le propone el espejo. Los perfiles, cuando los divisa, lo sorprenden, acaso ingratamente, como el timbre de su propia voz, cuando la reproducen artefactos mecánicos.

Pensé alguna vez que mi cara no era la que yo hubiera elegido. Entonces me pregunté cuál hubiera elegido y descubrí que no me convenía ninguna. La de joven de guante, de Ticiano, admirable en el cuadro, no me pareció adecuada, por corresponder a un hombre cuyo género de vida no deseaba para mí, pues intuía que en él la actividad física prevalecía con exceso. Los santos pecaban del defecto opuesto: eran demasiado sedentarios. A Dios Padre lo encontré solemne. Las caras de los pensadores se me antojaron poco saludables y la de los boxeadores, pocos sutiles. Las caras que realmente me gustan son de mujer; para cambiarlas por la mía no sirven.

Después de esta indagación de preferencias, me resigné a la cara heredada. Vista de frente, en el espejo, me resultaba aceptable, con algo de leonino, que si bien no aseguraba una voluntad o un poder efectivo, los prometía en vagas reservas.

En cuanto a esa promesa, me he llevado una desilusión. Los años infundieron en los ojos, un debilitamiento que aparentemente los ha licuado y que volvió su luz más oscura y triste. La mímica, propia de mi natural nervioso, dibujó a los lados de la boca arrugas en forma de arcos, o de paréntesis, que transformaron el león joven en perro viejo.

Nunca me avine a mis perfiles. Creo que el izquierdo expresa alguna recóndita debilidad de mi espíritu, que me repele. En el otro, la nariz crece groseramente y, no sé por qué, se encorva.

En definitiva ésta es la cara que tengo. Procuraré no agravarla con ruindades, para investir algún día, siquiera protegido por el acartonamiento inevitable, la plena responsabilidad que de un tiempo a esta parte simulo ante mis amigos los fotógrafos.


Adolfo Bioy Casares, ‘Yo y mi cara’, in Sara Facio y Alicia D’Amico (eds.),
Retratos y autorretratos, Buenos Aires, 1973



Ilustración: Juan Nacht
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